domingo, 7 de diciembre de 2008




hUMAreada


El baile trascendía lo humano, trascendía la tierra.
Una princesa maya bailaba la eterna música de su infinito viaje.
Las monedas, en el cinturón de su cadera, resonaban al ritmo de cada golpe. Y cada golpe al ritmo de su cadera.
Una cadencia celestial, divina. Blanca.
La magia salía como humo de su boca, danzando también, alrededor de las plumas. Los hechizos hacían caer estrellas en polvo que rodaban por el piso.
En el horizonte se veían los ancestros llamados al baile.
En el cielo se veían los espíritus viajando hacia el baile.
En la tierra, sus pies descalzos giraban pesadamente, resonando en el eco de esa sala, suspendida quién sabe dónde, sostenida por quién sabe qué.

Tan terriblemente bella, que su danza era la muerte misma.
Y que su maldito balanceo mareaba, vibrante, el fondo del pecho.

La misma mitad de pureza, la misma mitad de perversión.

Volando en círculos, el humo envolvía a todas estas presencias invisibles que habían viajado millones de años para tan sólo verla bailar.

Su pelo era nube, pelo, tiniebla y sol.
Sus movimientos eran sexuales, inocentes, fugaces, eternos.
Alto, bien alto tratando de alcanzar la perfección y la tranquilidad de un mantra.
En sus manos, la sensación de atemporalidad.
En el tiempo, la sensación de jamás haber tenido nada.

Los corazones llenos, tan llenos por esa danza perteneciente al íntegro universo. Una danza tan gigante, que se iba moviendo por entre ellos, violando cada intimidad, violando cada una de sus ganas, violándoles el sexo. Absorviéndoles en espiral la enfermedad. Deshaciendo sus obsesiones.
Destrosando sus karmas desde el poder que ascendía al aire, que les curaba, dándoles una tregua.

Princesa maya, sólo esta noche, dame un respiro.

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