domingo, 14 de junio de 2009


Destino programado.

Vértigo.
Náuseas.
Una ventana muy chiquita por donde ver la inmensidad de nuestra casa.
Palpitaciones.
Y el libro que me emociona más de la cuenta.
Me apuno.

Entonces miro, abro mis ojos grandes, "color tiempo" me regalaron una vez, y veo los pompones de nube, que uno se pregunta a qué sabrán, a qué olerán.

Y se convierten en un mar que cubre las montañas, las puntas maravillosamente marrones que asoman de entre la espuma blanca.
Sal, olas, montañas, nubes.
Recuerdos invertidos por la altura, y una nostalgia de lo que está abajo, abajo y atrás.
Sensaciones raras.
Sentirse ajeno al aire, ajeno a la altura, estar de visita en una parte de este universo que está más arriba de lo que siempre pisamos.
Sujeto a qué?
¿Por dónde pasa la soga de seguridad por si esto falla?

Un avión que lleva pasajeros, sobre la cordillera andina.
Un pájaro de ilusiones que nos lleva a volar, a cambiar el destino, a aterrizar en otra parte de la misma América.
Uniendo el norte con el sur,
uniendo lo conocido con lo desconocido,
partiendo hacia el misterio.
El cóndor del sur y el águila del norte.
Mi parte andina y mi parte selvática.

Soy yo, materia y alma, tiempo y espacio.


Etérea y eterna.
"Y" & "O", opuestos: YO.


El vuelo había sido hasta muy alto.
Amaneció en un momento de transición, no era aquí, ni era allá, solamente amaneció, y todo cobró un color anaranjado. Mis mejillas, el cielo y las aves.
Como si la cantidad de convenciones que nos limitan, que nos encierran, no tuvieran sentido cuando uno está en ese momento de cambio, volando, en ningún lado, y en todos a la vez.
Y entonces nace un nuevo día en ningún lugar.